martes, 30 de junio de 2009

Fin de semana de lujo

Casi no pude dormir la noche del viernes al sábado entre mi alegría alcoholizada después de nuestro tradicional happy hour y la ansiedad por saber adónde me llevaría Simón. Después de nuestra conversación del martes – invitación mediante-, estuvimos todo el día viernes mandándonos mensajitos entre tiernos e indecorosos.

Me sentía como una colegiala. Sólo Andrea, con sus funestos pronósticos y sus pragmáticas advertencias, logró quitarme la sonrisa de la cara. Pero tampoco duró mucho. Decidí silenciar esa parte de mí que le encontraba razón a Andrea. ¿Para qué me iba a echar a perder esta alegría con cosas que sólo estaban en mi cabeza? Ok, es cierto, hay antecedentes, pero no por eso iba a privarme de pasar un fin de semana de lujo.

Porque fue un fin de semana de lujo.

El sábado me levanté tempranísimo (como con una hora de antelación) de los puros nervios. Me di mil vueltas antes de meterme a la ducha, me demoré otra hora entre elegir qué ropa me pondría, qué cosas empacaría y (muy importante) qué ropa interior usaría.

Cuando Simón llegó a buscarme, a eso de las 8 de la mañana, yo estaba sentada en el sillón junto a mi bolso y a mi cartera ensayando mi mejor sonrisa. Había revisado por enésima vez mis cosas preocupándome de llevar todo lo necesario cuando sonó el citófono: “Te espero abajo, nena”. Esas frases clichés que Simón dice sin ningún remordimiento, me matan. Son insoportablemente atractivas y me detesto a mí misma por caer rendida ante ellas, sabiendo que las he escuchado y leído un sinnúmero de veces en novelitas baratas y en malas películas románticas.

Me miré por última vez al espejo asegurándome de ser la mejor versión de mí misma que podía ser, y bajé, radiante.

Él estaba guapísimo y apenas me vio salir del ascensor se acercó, me plantó un tremendo beso y, acto seguido, me ofreció su brazo. Y juro que todo el fin de semana fue igual, lleno de gestos sacados de película romántica de los años 50.

- ¿Y adónde me vas a llevar? – le pregunté con la sonrisa más coqueta de mi repertorio.
- Mmm… curiosilla… ya verás –me dijo mientras hacía partir el auto.

Condujo fuera de Santiago y se desvió por la carretera camino a Los Andes. Cuando ya pensaba con cara de espanto que me iba a llevar al Santuario de nunca acabar de Santa Teresita, pasó de largo y enfiló hacia las Termas del Corazón.

¿Qué les puedo decir? Creo que fue casi perfecto o por lo menos tuvo todos los ingredientes perfectos: rica comida, masajes con cosas extrañas que dejan la piel ultra suave, termas de esas que no dan ganas de salir y quedas arrugada como pasa y, por supuesto, mucho y buen sexo.

La cara de felicidad que tendré hoy día no se me borrará ni con el comentario más desubicado de Angie o la frase más deprimente de Andrea.

jueves, 25 de junio de 2009

Me lo advirtieron

"No hagas planes para el fin de semana".

Con su voz profunda y su frase cliché, Simón me dejó clavada al suelo con ganas de gritar como loca. Me llamó ayer en la noche para decírmelo y desde entonces que paso gran parte de mi día pensando en qué va a hacer esta vez, dónde me va a llevar.

En la mañana no pude aguantármelo más y se lo conté a Angie por msn. “A lo mejor te quiere pedir matrimonio. Imagínate, quizás te lleve a un restaurant carísimo en Borderío y te ponga un anillo de oro de la copa de champagne”.

Es cierto, no debería habérselo contado a Angie porque sus expectativas ultra elevadas hacen que cualquier otro panorama palidezca ante la perspectiva de pedir mi mano en un atardecer perfecto y con violines de fondo.

Como necesitaba un poco de realidad, decidí contárselo a Andrea.

- Después de todo lo que te ha hecho no me digas que vas a ir, Anaís Sandiego.

Sonó tan tajante, tan perentoria, que por un momento dudé. Hasta ese minuto mis grandes preguntas se reducían a: 1) ¿qué me pongo? y 2) ¿Adónde me llevará? Ahora, gracias a Andrea, mi mundo se había remecido, había cambiado completamente de dirección.

- ... pero Andrea... cómo le voy a decir que no... debe haber hecho reservas, no sé...
- Eso debería importarte un pito, Anaís. En cambio, deberías estar más preocupada por tu dignidad...
- Ya, córtala, Andrea, yo sabré lo que hago con mi vida, que para eso es mía –Andrea había tocado un punto sensible, se había metido con mi dignidad y eso sí que me sacaba de mis casillas.
- ... ok...
- Además, esto lo hago por mi, ¿ok? Quiero ir para pasar un buen rato, divertirme sin preocupaciones. No es nada personal, ¿ya? – ni yo me la creía.
- ... ok... pero no digas que no te lo advertí.

¿Qué hacer cuando los amigos cuidan de la dignidad de una más que uno misma?
Estoy entre esconderme en Siberia o aperrar no más.

martes, 23 de junio de 2009

Los hombres atractivos y los buenos

Casi en todos los blogs de mujeres que he visitado en algún momento les da por escribir sobre el típico dilema femenino entre los chicos malos y rudos, pero que usualmente nos hacen sufrir, y los buenos que nos ofrecen el paraíso terrenal, pero que son fomes.

Todas soñamos con el hombre ideal, esa especie de mezcla perfecta entre un orangután y un príncipe, un tipo alto y gimnástico que será capaz de hacernos gozar en la cama, sintiéndonos sucias y libidinosas, pero que, al mismo tiempo, nos abrirá la puerta del auto y nos retirará la silla en el restaurant.

Porque para qué estamos con leseras, si igual nos gusta que nuestro hombre tenga ese tipo de gestos caballerosos. Siempre hay unas cuantas mujeres que, según ellas, reivindican los derechos femeninos y lo encuentran machista, pero la verdad, es que yo todavía no he conocido a ninguna mujer que se sienta vulnerada o pasada a llevar porque la traten bien. Bueno, quizás la Andrea, pero ella es un caso especial.

Lo que pasa es que no nos gusta que nuestro macho alfa sea excesivamente atento porque eso nos genera sospechas. Alguien demasiado educado, demasiado obsequioso, demasiado comedido como que inmediatamente nos baja el termómetro. Tiene que tener un par de gramos de brutalidad (bien aplicada eso sí) para que nos haga sentir bonitas y deseadas.

Con Julián, por ejemplo, yo tenía a mi hombre educado y fome. Julián es del tipo de hombre ultra ordenado y meticuloso. Todo en su departamento está en su lugar, limpio y pulcro; más encima tiene una fijación con el color blanco. Mientras estuvimos casados, no di mi brazo a torcer y traté de que la casa que compartíamos fuera lo más acogedora posible, pero desde que vive solo, el departamento que ocupa pare0ce una extensión de su consulta (es odontólogo): blanco, impecable y con olor a desinfectante mezclado con glade.

Y hasta en la cama era así. Lo juro. Para él sexo era igual a cama, creo que jamás se le pasó por la mente que lo hiciéramos en otro lugar. Además tenía una fijación con todo lo que eran secreciones corporales: una vez llegó a cambiar las sábanas de la cama porque las había manchado con semen.

Simón, en cambio, es nada que ver es fresco, patudo y entrador. Una vez me invitó a cenar a un restaurant medio cuico, yo iba toda perfumada y escotada y mientras el mesero nos traía nuestro pedido comenzó a acariciarme las piernas por debajo de la mesa y a decirme cosas subidas de tono. No sé cuántas horas estuvimos en el restaurant, pero se me hicieron eternas porque no hallaba las horas de llegar a su departamento y sacarle la ropa.

Lo que es yo, todavía no soluciono mi dilema, a veces pienso que las mujeres nos compartamos como un péndulo que está en constante oscilación entre uno y otro extremo.

sábado, 20 de junio de 2009

Un tierno happy hour

— ¿Te has dado cuenta de que en todos los mensajes publicitarios las mujeres siempre quedamos como tontas?
— ¿Cómo es eso?
— En los comerciales nuestra felicidad depende de que los hombres nos miren y nos deseen. Así es que debemos vestirnos y desvestirnos bien, debemos maquillarnos, tenemos que seducirlos con la mirada... Todo nuestro mundo gira en torno a conquistar a los hombres. Pero a nadie le preocupan nuestros objetivos profesionales: es como si no existieran.

Esa es Andrea luchando por la discriminación hacia la mujer. Reconozco que estoy de acuerdo con ella en muchas de sus ideas, pero la verdad no me desvelo pensando en eso.

— Pero ¿qué tiene que ver eso con quedar como tonta? Una mujer tiene que ser muy inteligente para conquistar al hombre perfecto.
— Angie, no hay un hombre perfecto, ¡entiende! Son todos unos machistas desconsiderados, incapaces de sentir empatía o de pensar que nosotras tenemos mundo más allá de la pareja.
— Creo que estás generalizando.
— Yo estoy de acuerdo con Angie —interrumpí.

Andrea me miró como si acabara de decirle que me voy a casar con Arnold Schwarzenegger.

— Además le estás atribuyendo demasiado poder a la publicidad. Recuerda que en la publicidad trabajamos con estereotipos y arquetipos. Ni siquiera es cierto que las mujeres en Chile son todas rubias, altas y caucásicas...
— Pero todas quieren ser así: todas se tiñen el pelo, usan taco alto y encuentran que las blancas son más bonitas. Y eso es culpa de la publicidad.
— En eso no estoy de acuerdo. La adoración a los europeos viene de mucho antes. Piensa que durante el siglo XIX todos querían ser franceses... Y entonces no existía fotografía publicitaria.
— Yo encuentro genial que estés luchando por demostrarle a las mujeres que su mundo es más grande que los hombres. A mí, por lo menos, me gustan las mujeres cultas y que piensen más allá del matrimonio y los hijos.

Ese es Aníbal. Tiene un nombre que hace pensar en conquistadores cartagineses y caníbales de película, pero el tipo no podría ser más pacífico. Lo conocí anoche, mientras estábamos en el Happy Hour después de la pega. Es un conocido de Andrea, al parecer el hermano de una de sus amigas. Sospecho que lo incluyó en el paquete porque quiere tentarme para que deje a Simón.

— Me siento discriminada, ¿saben? —Angie no se veía muy contenta— ¿Qué tiene de malo querer casarse y tener hijos? Ese es el orden natural. Hasta Erikson dice que es lo que corresponde de acuerdo a nuestra etapa de desarrollo.
— No me vengas de nuevo con el rollo de ese nazi sexista —Andrea estaba realmente irritada.
— ¿Qué tal si pedimos algo para comer?

Mi genial estrategia para enfriar los ánimos no estaba resultando.

— Me parece que se están yendo a los extremos. Angie, no tiene nada de malo casarse y tener hijos: lo que le molesta a Andrea es que eso sea lo único de lo que hablan las mujeres. Andrea: es importante que la mujer tenga más mundo que el matrimonio, pero no podemos dejar de lado nuestro lado femenino...
— Tienen champiñones salteados, tablas de queso...
— ¿Te das cuenta? Hasta el lenguaje es machista: consideras que esclavizarse con el marido y los hijos es “femenino”.
— Angie, ¿te tinca la tabla que tienen en esa mesa? Se ve muy rica.
— Estás fuera de foco, Andrea: Aníbal se refiere a lo femenino y lo masculino como lo entiende Pilar Sordo, ¿cierto? —si esa era la estrategia de Angie para calmar a Andrea, no le estaba resultando.
— Algo así —Aníbal miró a Andrea, conciliador—. Lo que quiero decir es que igual tenemos que procrear y todo se puede hacer más fácil si el hombre también se encarga de la crianza.
— Yo voy a pedir los quesos. Me da lo mismo lo que quieran ustedes, pero yo quiero comer.
— No sé si te has dado cuenta, querido, pero nunca lo hacen. Al hombre no le gustan los niños. ¿O me vas a decir que tú estarías dispuesto a criar a un chiquillo llorón y manipulador?
— La verdad...
— ¡Eh! ¡Disculpa! — ¿Por qué nos cuesta tanto decir “garzona”? Siempre terminamos buscándola con la mirada, esperando que se dé cuenta, casi por gracia divina, que queremos que nos atienda— ¿Puedes traernos la tabla de quesos con frutos secos que tienen en la mesa del lado?
— No me mientas, Aníbal. Yo sé que no tienes hijos.
— No, no es eso. Adopté un hermano. Salimos juntos todos los fines de semana.

Por primera vez en la noche, Andrea se quedó sin habla.

— Es lo más tierno que he escuchado nunca —dijo Angie con estrellas en los ojos.
— ¡Ah, qué rico! —la mesera acababa de traer la tabla—. ¿Quién quiere comer?

miércoles, 17 de junio de 2009

Retroceder nunca, rendirse… tal vez

Ok, lo confieso: sucumbí ante Simón… ¿o más bien debería decir que sucumbí ante mis propios deseos?

No entraré en detalles, pero el punto es que no me puedo quejar: fue una noche fantástica. El problema es que otra vez me dejó llena de dudas: ¿estaré haciendo lo correcto? No, no me pidió disculpas ni yo le pedí explicaciones. Me siento como una tarada.

Se supone que con todas estas cosas que hablan sobre el empoderamiento femenino y llamados a rechazar el machismo, yo debería darle una feroz patada en el trasero a Simón y NEXT! Pero no puedo. Lo peor: no sé si quiero.

Todavía me gusta, lo paso bien con él, me resulta terriblemente atractivo y soy capaz de caer como una mosca a sus pies si llega a mi casa con un ramo de rosas y champagne. No estoy orgullosa de mí, eso está claro, pero no puedo evitar sentirme cómoda con él.

A veces pienso que me quedo con Simón no porque lo quiera, sino porque es lo único relativamente serio que he conseguido desde que me separé de Julián. Por soledad. Porque después de 3 años de aislamiento voluntario y otros 2 de relaciones desastrosas y fugaces, quería que alguien me sedujera, quería verme a través de los ojos de otro y encontrarme bonita, quería sentir que alguien se la jugaba por mí.

Pero me doy cuenta de que con Simón tampoco tengo eso. O por lo menos no todo. No me siento especial para él. Así como un día él me abordó y comenzó a coquetear conmigo hasta que logró sacarme mi número telefónico, así mismo lo debe haber hecho con Patty, la hamburguesa… Para él las mujeres somos cosas lindas, placenteras y desechables. A veces siento que nunca me ha tomado en serio.

Nunca ha querido darle un nombre a nuestra relación. Según él “estamos juntos”, no conozco a casi ninguno de sus amigos, así que no sé si me presentaría como “su pareja”, “su amiga” o, simplemente, “Anaís”. Tampoco ha querido conocer a mis amigos por más happy hour a los que lo he invitado. La vez que le propuse que fuéramos a almorzar a casa de mis papás estuvo a punto de lanzarse por el balcón y salir corriendo calle abajo, estoy segura, por mucho que haya intentado disimularlo con un “¿y por qué no lo dejamos para más adelante, linda?”.

Para variar estoy confundida, no sé si jugármela por Simón y continuar con “esto”, este engendro ambiguo y sin nombre que tenemos, o darle una patada que lo mande directamente a la frontera.

martes, 16 de junio de 2009

A los hombres les gustan las chicas malas

Es cierto, yo caí en la tentación, pero él también. ¿Qué les pasa a los hombres que no pueden resistirse a una chica mala? Todavía no me lo puedo explicar, bastó que yo fuera seca, cortante y pesada con Simón para que llegara a la puerta de mi departamento como el dios del amor. ¿Será que les gusta que los traten mal?

A los hombres les encanta decir que somos difíciles y que nos gustan los chicos malos, pero ¿y ellos? ¿Acaso no hacen lo mismo?

Es cierto que lo digo porque ahora me pasó, pero no en pocas conversaciones con amigas ha salido el mismo tema. Cuando ellas ya daban la relación por muerta y mandaban al perico a buena parte, ellos volvían, cual perros arrepentidos, llenos de amor y promesas.

La conclusión fácil es que a los hombres les gustan las chicas malas o por lo menos las chicas que los tratan mal. Les gusta que ocupemos de vez en cuando un tonito más indiferentón, que a veces no los pesquemos o nos hagamos las distraídas, que los tratemos con la punta del pie y los ignoremos delante del resto. ¿Será tan así? A veces pienso que una dosis infinitesimal de vez en cuando hasta ayudaría en la relación.

Al público masculino que lee estas líneas le pregunto ¿qué tanto de ciertos tienen estas reflexiones locas?

Y al femenino le pregunto: ¿Les ha pasado algo así?

domingo, 14 de junio de 2009

Simón dice...

Ding Dong. Son las ocho de la noche del sábado. Ding Dong ¿Y sin pasar por el conserje del edificio? Mmmm... raro.

Mientras me pongo mis pantuflas, pienso que debe ser mi mamá, preocupada porque no la he llamado en más de una semana. Es horrible cómo todavía se mete en mi vida como si fuera una nena de quince. Y lo más cómico es cómo involucra a mi papá: ‘con tu papá pensamos que estás muy aislada’ o ‘¿por qué no nos has llamado, Anaís?’. Es cómico porque usualmente mi papá no mete la cuchara, son iniciativas de mi madre que intenta pasar como que son de ambos.

Pero aún así no es propio de mi mamá venir a meterse a mi departamento un sábado en la noche. Como es ella llegaría al mediodía con todo lo necesario para hacer un almuerzo dominguero ultra calórico suficiente para luego resistir varias horas de caminata por el mall.

Ding Dong.

Espío por el visor. No lo puedo creer. Es Simón.

Casi me da un patatús. Corrí a la pieza donde hace tan sólo 5 minutos mi vida transcurría tranquilamente, tirada en la cama, viendo un documental de NatGeo. Me deshice de mi pijama, me puse un vestido, zapatos y perfume. Me tomé el pelo en un moño bien poco católico y me dirigí a la puerta tratando de ser todo lo seductoramente digna y pro del mundo, con un toque de ira contenida, pero que lindara en la indiferencia.

Ding Dong. Abro la puerta.

— ¡¿Simón?! Pero... ¿qué haces tú aquí a esta hora? – el muy patudo venía con un enorme ramo de rosas rojas y una botella de un champagne carísimo. Bien vestido y con ese perfume que me mata.
— Anaís – me dice mientras entra en mi departamento como Pedro por su casa — no creerás que me he olvidado de ti, linda ¿no?

No alcanzo a responder, porque antes de que pueda reaccionar, Simón se ha desembarazado de las flores y el champagne y me toma de la cintura, mientras me planta un tremendo beso.

— Simón – le digo mientras trato de quitármelo de encima— Simón, no puedes llegar así a mi casa como si nada, después de todo lo que ha pasado – mi honra reclama para que ponga los puntos sobre las íes. Lo confieso: mi cuerpo preferiría quedarse sin honra con tal de tener el cuerpo de Simón.
— Anaís, olvídate de eso, yo te quiero – me besa otra vez.
— Pero Simón... — me resistí con la fuerza de un diabético sin voluntad ante una torta de merengue.
— Anaís, sabes que para mí eres la única, en serio – me miró a los ojos con su mejor cara de sinceridad.

Honestamente no sé si le creí, pero tanto quise creerle y volver a confiar en él, que poco me importó si era verdad lo que me decía o no.

(¿Es idea mía o a los hombres les gusta que los traten mal?)

viernes, 12 de junio de 2009

Espíritu Andreístico

Nuevo mensaje
de: Simón

“Vamos a cenar mañana?”

Debo haber puesto cara de que me iba a desmayar, porque al tiro Andrea me agarró por los hombros y me preguntó si estaba bien.

— Tu... Tu familia está bien, ¿cierto?

Entonces me sentí patética, como un personaje de novela rosa que acaba de recibir la carta del hombre que creía muerto en el campo de batalla.

— Sí, no es nada grave. Es Simón.

No alcancé a morderme la lengua. Andrea soltó un inexpresivo “ah” y seguimos conversando sobre la presentación para el cliente.

— ¿Qué dijo? — preguntó entre un informe y otro.
— Nada.
— Te está invitando a salir, ¿cierto?

A veces me pregunto si mi amiga no tendrá telepatía.

— Quiere que conversemos.
— No me jodas. Ese no es de los que les gusta conversar.
— ¡Que no es nada, mujer!
— Quiérete a ti misma, Anaís. Mándalo a la mierda.

Luego seguimos hablando de los informes. No volvimos a tocar el tema. Durante el almuerzo, Andrea me miraba con desaprobación, pero no mencionó nada del asunto.

¿Qué tenía que hacer? Hasta ahora, no lo sé. Lo más fácil habría sido ignorar el mensaje. Entonces me puse a pensar en que el pelotudo ese no respondía mis llamados, se desapareció el fin de semana y ahora actuaba como si nada pasara. Tanto me subió la mostaza que me vi invadida por el espíritu andreístico y respondí con mi propio mensaje de texto:

“No tengo ganas”

miércoles, 10 de junio de 2009

La envidia

La semana pasada hablé sobre Catalina, mi Némesis, y la mayor parte de los comentarios que me llegaron se refería a lo mala que era la envidia y a que es un sentimiento que deberíamos desterrar de nuestro corazón.

Concuerdo en que la envidia es un sentimiento que puede causarnos mucho daño, pero no creo que tengamos que evitar sentirla. Creo que la envidia es una emoción natural en el ser humano y que todo depende de que la canalicemos de buena manera. Yo creo que todos alguna vez hemos sentido envidia, aunque la hayamos desechado rápidamente del corazón, simplemente porque somos seres humanos y estamos lejos de la perfección y la santidad.

Lo que pasa es que desde chicos nos enseñaron que hay emociones “malas” que no deberían sentirse, como el miedo, la envidia o el odio. Pero que sin embargo casi todos experimentamos en algún momento de nuestras vidas.

En los niños es mucho más natural: ¿quién no envidió los regalos del hermano, o de la vecinita de enfrente, o del compañero de banco en el colegio? ¿Quién no envidió a los niñitos que salían en los comerciales de juguetes en la tele? ¿Quién no envidió a la compañera de curso que era la regalona de la profesora?

Y de más grande, ¿acaso no nos hemos preguntado por qué tal chica consigue mejores partidos que nosotras? ¿Por qué a ella los chicos la sacan a bailar o le conversan y a nosotras no? ¿Por qué tal compañero tiene mejores notas si sabe menos que yo? ¿Por qué ese tipo, que tiene una formación similar a la mía, consigue un mejor trabajo?

Hay veces que incluso la envidia puede convivir con los buenos deseos. Recuerdo cuando recién comencé en el mundo laboral y me costó mucho ser seleccionada por una empresa. A una de las que entonces era una de mis mejores amigas en la Universidad no le costó nada. Cuando me contó me invadió una mezcla de sentimientos: por un lado me sentía muy contenta por ella, la felicité y le deseé lo mejor de todo corazón. Pero por otro sentía que quizás yo (que también había postulado) me lo merecía más por todo lo que me había esforzado. Y la envidié por eso. Un poco, pero lo hice.

Y entonces quise demostrarme a mí misma (y de paso al resto) que yo también podía y puse mi mejor esfuerzo en ello. Entonces me dijeron que eso era una especie de “envidia sana” porque yo seguía queriendo a mi amiga, deseándole lo mejor y a mi me había servido para ponerle más empeño. Pero yo pienso que la envidia es una sola.

Lo que me diferencia de la mina que por envidia le levanta el pololo a sus amigas o el idiota que por envidia le raya el auto al vecino porque es mejor que el propio, es que yo no voy con mala leche porque sé que el otro no tiene la culpa. Lo que me da envidia es el hecho, no la persona. Pero el sentimiento es el mismo.

La envidia, al igual que el amor, es una sola. Somos nosotros los que debemos aprender a manejarla bien. Incluso el amor puede convertirse en un horror si no sabemos manejarlo: los amores malos, enfermizos, dañinos, es convertir lo que debería ser el paraíso en el infierno, las nubes en campos de ortigas. Y sin embargo, no por eso vamos a decir que el amor es malo. El amor sigue siendo la emoción más maravillosa del mundo.

Para mí, tener una Némesis es una forma de canalizar esa envidia, enfocar todo mi deseo de ser mejor, de dar lo mejor de mí misma en una competencia que ocurre sólo en mi cabeza. Mi Némesis ni siquiera sabe que la envidio (y no creo que le importe), pero su mera existencia me permite disfrutar cada pequeño triunfo: si le gano un proyecto a ella, lo celebro. Cuando algunos de mis colegas dicen que prefieren trabajar conmigo, me río maquiavélicamente de ella. E incluso cuando siento que hice un mejor trabajo que ella, aunque no sea reconocido, me siento mejor conmigo misma.

Quizás algún día, tal como pasa en las películas, me haga amiga de Catalina y le cuente todos estos rollos. Puede ser que algún día deje de ser mi Némesis y se convierta en mi compañera. Mientras tanto, la seguiré envidiando y lucharé como si ella fuera el Correcaminos y yo el Coyote.

lunes, 8 de junio de 2009

El cumple de Óscar

Hoy es, oficialmente, el cumpleaños de mi mejor amigo: Óscar. Pero como el lunes es un pésimo día para celebrar, prefirió hacerlo la noche del sábado al domingo.

El sábado, yo llegué temprano a su casa para dejarle su regalo (aunque él, supersticioso como siempre, no quería abrirlo hasta hoy). Pasé toda la semana pasada quebrándome la cabeza para que se me ocurriera algo genial, y cuando ya pensaba que tendría que comprarle algún trago rico como “mientras tanto”, vino la iluminación. Hace unos meses le pedí a Óscar que me acompañara a un mall para comprarme ropa y, de pasadita, entramos a una librería donde mi amigo encontró el éxtasis entre las páginas de un libro de arquitectura y diseño.

Era una de esas ediciones grandes, de tapas duras y una portada con unos colores fenomenales. La gracia del libro, según me explicó Óscar, que yo no soy muy versada en eso, es que no sólo contenía las cosas clásicas o, al contrario, los íconos posmodernos ultra vanguardistas, sino que era una buena selección de ambos, con excelentes fotografías y bien documentado.

Me acordé de eso y hasta me dio la impresión de tener una ampolleta brillando sobre mi cabeza. Así que partí el sábado temprano corriendo a buscar el libro de sus sueños (siempre me pregunto porqué acá no envuelven los regalos como en las películas con papeles de colores hermosos y cintas de verdad).

Por más que intentó convencerme de que mejor lo abría hoy, yo insistí en que tenía que hacerlo en el acto. No quería perderme su cara priceless ni por nada del mundo (me encanta la cara que ponen las personas cuando abren los regalos, es como si volvieran a ser niños). Después de un par de rezongos, mi amigo me dio en el gusto y tuve la satisfacción de ver dibujada en su rostro esas sonrisas luminosas que te llenan de felicidad. Le encantó.

Después nos arreglamos, lindos como somos, y partimos a gozar la noche con los amigos. El tour partió en un bar, siguió en un karaoke y terminó en los sillones del departamento de Óscar con todos los honorables presentes más que arriba de la pelota. Pero lo comido y lo bailado no me lo quita nadie.

PD: he tenido el celular apagado casi todo el fin de semana. El orgullo volvió tarde, pero volvió.

sábado, 6 de junio de 2009

El alcohol daña la imagen

— ¿Y por qué no lo llamas tú?

Después de tres tragos, el consejo de Angie ya no me parecía tan descabellado. Después de todo, fui yo la que dudó de su palabra. Enzo la apoyaba: me decía que no tenía suficientes pruebas como para dudar de él.

—Además, tú misma dijiste que era tu primera relación seria en años. Que él te gusta, que te mima... Creo que por lo menos deberías conversar con él y aclarar las cosas.

Andrea se mantenía en silencio, bebiendo su tequila sunrise, pero su mirada lo decía todo: ella duda de todos los hombres, sobre todo de los que pasan equivocándose de nombre cuando la llaman.

— ¿Y qué pasa con lo que me dijo Julián? —balbuceé en alcoholés.
— A ver, él es tu ex marido, ¿no? —dijo Enzo—. No me parece bien que confíes en todo lo que dice.
— Ay, es que tú no lo conoces —se apresuró a decir Angie—. Julián es el hombre más correcto y honesto que he conocido. Todo un gentleman, ¿sabes? Aunque estuviera celoso jamás le mentiría a Anaís. Él de verdad quiere lo mejor para ella...
— ¿Por qué no lo invitas a salir si te gusta tanto? —preguntó Andrea.

Yo ya no quería más guerra y me alejé. Llevaba gran parte de la noche comiendo maní salado, bebiendo y contando mis penas de amor a los compañeros de la pega. Sentía como si hubiese vuelto al colegio, a las fiestas de fin de semana donde fumábamos y tomábamos piscolas a escondidas y nos pasábamos consolando a la amiga que se había peleado con el “hombre de su vida”, con el que estaba pololeando desde hacía una semana.

Así es que, animada por el alcohol y los recuerdos de la infancia, tomé el celular y escribí un breve mensaje.

“Te quiero muxo. ¿Podemos vernos?”

Ahí quedó mi dignidad.

viernes, 5 de junio de 2009

El teléfono es mi enemigo

Viernes en la noche. Estaba echada en la cama esperando que suene el celular. Simón siempre me llamaba los viernes en la tarde para decirme que no hiciera planes para el fin de semana, porque iba a pasar por el departamento para raptarme. Pero pasaron las noticias y el celular seguía mudo.

No es que esté esperando que me invite a algún lado para reconciliarnos, no soy tan patética. Quiero que me llame para darme una explicación, quizás pedirme perdón, y cuando lo haga lo voy a mandar a la mierda.

De pronto comenzó a sonar el teléfono fijo. ¿Sería Simón? Quizás me llamaba a la casa primero, para ver si estaba aquí. “No le voy a contestar al tiro”, pensé. “Voy a dejar que suene unas tres o cuatro veces antes: no le voy a dar el gusto de mostrarle que estaba esperando su llamado”. Me paré, fui tranquilamente junto a la mesita del teléfono, esperé cuatro rings y tomé el auricular.

—¿Aló?

Levanté justo para oír que alguien colgaba al otro lado. Quería romperme la cabeza con el teléfono por no haberlo levantado un ring antes. Con los nervios de punta, me eché de nuevo en la cama. No alcancé a relajarme cuando empezó a sonar el teléfono otra vez. Corrí y lo levanté antes de que sonara el segundo ring.

—¿Aló? —estaba visiblemente agitada.
—Buenas noches —me respondió una voz masculina—, ¿hablo con Anaís Sandiego?
—Con ella —traté de reconocer la voz—. ¿Y tú eres...?
—Raimundo Fernández, de Compañía Telefónica. Estoy ofreciendo una excelente promoción de telefonía más banda ancha. Dígame señora, ¿usted tiene computador?
—Sí, claro.
—Se nota que usted es una ejecutiva joven, emprendedora, que necesita de una conexión a Internet rápida y segura, y Compañía Telf...
—Oye, ¿me estás llamando a las nueve y tanto de la noche de un viernes para venderme cosas?
—No vendo, señorita: estoy ofreciendo un producto.
—Mira, lo que sea. Dile a tu jefe que no sea idiota, que los deje salir temprano alguna vez. Vayan a ver las noticias a la casa, salgan en la noche... ¿Quién va a querer comprarle porquerías un viernes en la noche?
—Yo no creo...
—Chao Raimundo. Que te vaya bien.

Y colgué. Luego me eché de nuevo en la cama, esperando el maldito llamado. Me estaba sintiendo ridícula: horas echada en la cama, esperando que me llamara alguien con quien no quería hablar. Así es que encendí la tele y me puse a ver el tiempo.

De pronto me despertó el celular vibrando en la mano. Contesté sin tener mucha idea de dónde estaba, qué estaba haciendo o qué programa había estado viendo antes de quedarme dormida.

— ¿Anaís?
— ¿Sí? ¿Qué?
— ¿Estabas durmiendo?
— No... Estaba viendo tele. ¿Angie?
— ¿Estabas viendo tele? ¿Un viernes en la noche? Vamos, Anaís. Estoy con Andrea y Enzo en un pub de Provi. ¿Te tinca si te unes a nosotros?

Por supuesto que dije que sí. Entre pasarla bien con los amigos de la pega y esperar la llamada de Simón...

Pero, ¿y si me llama después?

jueves, 4 de junio de 2009

Némesis

Cada vez que me la topo en un pasillo o coincidimos en el ascensor no puedo evitar que cierta palabra invada mi mente: “Némesis”. Es Catalina, ex compañera de colegio, ex compañera de universidad y actualmente compañera de trabajo.

En el colegio, ella era la alumna perfecta, el prodigio, la que sin ningún esfuerzo lograba el primer puesto año tras año. Yo siempre pertenecí al grupo de los que se mataban estudiando para aspirar al 6,5, aquellos que les va bien, pero que se tienen que sacar la mugre para conseguirlo. Lo peor de todo, es que Némesis es igual en todos los aspectos de su vida. Y yo también.

Pareciera que todo le resultara fácil. En la universidad se jactaba de que contadas veces tuvo que pasarse la noche en vela estudiando. No carreteaba mucho no porque no tuviera tiempo, sino porque siempre tenía mil cosas que hacer: talleres de lo que viniera, juntas con otros amigos y, posiblemente, carretes mejores. Aún así es probable que la conocieran más a ella que a mí, que siempre traté de asistir a cuanto evento, carrete y junta se hiciera.

Cuando egresé y entré de practicante a la empresa en la que actualmente trabajo pensé que, salvo alguna junta de ex compañeros de la universidad o relaciones con gente del medio laboral, no volvería a topármela otra vez. Nunca más en la vida compartiríamos el mismo aire por más de 60 minutos. Pero la vida se encargó de demostrarme lo contrario.

Hace 2 años justos, un día que parecía ser bueno hasta ese momento, mi jefe me llamó a su despacho y me preguntó “¿conoces a Catalina F? Parece que es muy buena, me han contado que en sólo un poco más de un año se ha ganado los mejores contratos de publicidad. Creo que deberíamos traerla ¿qué dices Anaís?”.

Traté de disimular mi cara de ‘oh, no, Dios mío, ¿por qué a mi?’, pero lo hice tan mal que mi jefe pensó que estaba feliz con su decisión de contratar a Catalina. De esta manera, ella entró nuevamente en mi vida y no tiene trazas de querer salir.

Así fue también como me enteré que está felizmente casada, aunque parece que su marido no puede decir lo mismo. Según he averiguado en estos casi 2 años que llevamos compartiendo en el trabajo, él es un tipo buenísimo que la deja hacer y deshacer. No tiene perros porque son sucios, no tiene gatos porque le dan alergia y no tiene hijos porque primero quiere desarrollarse profesionalmente.

Como si eso fuera poco, desde que llegó a la empresa le asignan a ella los mejores clientes, en cambio que a mi, que llegué de practicante hace mucho más tiempo que ella, me dan los que Némesis “no tiene tiempo de atender, pero son igual de importantes para nuestra empresa, Anaís”. Arghhhh.

No, no la odio. Peor que eso la envidio. Siento que ella vive en el universo paralelo donde yo debería vivir: tiene la casa perfecta, el marido con el que yo debería estar casada y los clientes que yo debería tener en carpeta. Es todo lo que yo no soy y a veces pienso que jamás seré. Es mi Némesis.

martes, 2 de junio de 2009

Caso cerrado

“Anaís, te tinca q almorcemos juntas para conversar?”

El mensaje era de Andrea, una de mis mejores amigas y, además, compañera de trabajo. No me habría parecido raro que Andrea hubiese querido almorzar conmigo si antes no me hubiese preguntado como mil veces cómo estaba. Era obvio que por algún medio se había enterado de mi lío con Simón.

No le había querido contar sobre el temita porque sabía que ella me iba a retar. Y con toda la razón del mundo.

Andrea es lo que se llama una mina ‘pro’. Entró a la empresa poco después que yo, pero para entonces ya era una mujer fogueada por la vida. Andrea es combativa y medio feminista, además de trabajar en la empresa, yo no se cómo lo hace, pero asesora a una ONG pro derechos de la mujer. Bueno, si sé cómo lo hace: a costa de su vida.

Andrea es de esas mujeres que vive y muere por su pega. Después de casi 4 años de amistad todavía no puedo determinar si se vuelca a la pega porque no tiene vida o si no tiene vida porque se lo pasa trabajando.

Rara vez nos acompaña a los happy hour de los viernes. Parece que nos encuentra medio pendejos. Viniendo de cualquier otra persona me sentiría ofendida, pero la Andrea es mi amiga. A pesar de que yo ya me había separado cuando la conocí, el proceso fue largo y ella fue una de las pocas personas que, en cuanto llegó, estuvo ahí, apoyándome, siempre al pie del cañón.

Yo no le había querido contar mucho sobre mi relación con Simón porque sabía lo que me diría Andrea: “pero Anaís, ¡otra vez metiéndote con gallos sin futuro! Deja de buscar mujer, que siempre te encuentras con lo que dejó la ola, desarróllate tú y olvídate de los hombres por un rato”. Pero Angie -quién si no- tenía que abrir su bocota.

Cinco minutos antes de lo que me había dicho, Andrea estaba parada delante de mi escritorio quejándose por el alza de la bencina, el tiempo y no sé qué otra cosa más. Me hice una apuesta a mi misma: cuánto se demoraría en sacar a colación el único tema que realmente le interesaba: Simón y yo.

Bastó que nos sentáramos con nuestras bandejas para que Andrea disparara: “Anaís, soy tu amiga, sabes que puedes confiar en mí, cuéntame ¿qué onda con ese tipo?”. No le pregunté quién le había contado, en primer lugar porque ya me lo imaginaba, y segundo porque me sentía un poco culpable de no haberle contado antes. Más que mal es una de mis mejores amigas.

Le conté sobre “mi relación con Simón”, tratando de quedar lo más cool y lo menos patética posible. Pero pese a todo me bastaba mirar a Andrea para saber que estaba pensando (otra vez) que era una mina poco evolucionada que anda con el mazo caza-hombres en la cartera. Su cara de asco cada vez que nombraba a Simón y de algo parecido a la lástima cada vez que le decía que yo igual estaba bien así y que no volvería a sufrir por un hombre, me lo decían todo.

Al final, después de un par de comentarios del tipo “los hombres son todos iguales”, “no valen la pena”, “bien ahí, amiga” y “así se habla Anaís”, me dijo lo que yo realmente estaba esperando: uno de sus tajantes veredictos.

“Amiga, si el tal Simón te mima y es bueno en la cama, aprovéchalo mientras dure, pero ni siquiera sueñes con proyectarte con él”. Tras lo cual miró su plato con la misma cara de asco que antes había puesto cuando le nombraba a Simón y me dijo: “estaba muy cocido el brócoli”.



 
^

Powered by BloggerEl Diario de Anaís by UsuárioCompulsivo
original Washed Denim by Darren Delaye
Creative Commons License