lunes, 28 de septiembre de 2009

Sueños postergados

—¡Hola Angie! Qué bueno verte. ¡Te ves estupenda! ¿Qué te hiciste?
—Me... me echaron de la pega.

Yo me quedo con la sonrisa de idiota pegada en la cara. Mi amiga me abraza y por fin se larga a llorar y me moja el hombro con mocos y lágrimas, y me convulsiona entera con sus pequeños hipidos y yo la abrazo y la acuno y no sé qué decirle.

Era un secreto a voces: todos hablaban de que el jefazo quería cerrar el departamento de asesoría psicológica y contratar servicios externos. Pero también lo habíamos estado escuchado desde hace más de un año, así es que nadie se lo tomaba en serio. Hasta que vino el lobo.

Así es que ayer salimos con Angie para darle ánimos y nuevas ideas. En el camino se nos unió Óscar, Andrea e incluso Aníbal, que ya no sé cómo hace para estarse apareciendo a cada rato en mi vida sin que lo esté llamando (unos días atrás me lo encontré de nuevo en el supermercado, comprando ropa para el “hermano” que adoptó).

—Tienes que tirar pa’ arriba nomás.
—¿Te dieron indemnización?
—Abre tu propia consulta. ¿No nos dijiste que eso querías hacer?
—El viejo es un desgraciado: te echa sólo para ahorrarse unos miserables pesos.
—¿Y no has pensado en formar tu propia empresa de asesorías psicológicas?

Así empezó, más o menos, la conversación. Cuando conseguimos que Angie se calmara y nos contara todo, pudimos ir cambiando de tema hasta que terminamos incluso hablando del debate presidencial y de la desconfianza que nos dan todos los candidatos.

—Si Piñera sale presidente me voy. No sé dónde... Pero me voy a la chucha.
—¡Es que Frei se la pasó viajando!
—MEO es tan pendejo...
—Arrate es del siglo pasado.
—¡Son todos unos conchasumadres y qué bueno que el perro culiao me echó, porque si no me iba yo!

Angie nos deja a todos mudos: jamás la habíamos escuchado lanzar garabatos de grueso calibre y menos en una sola oración. Miro su vaso: el nivel de alcohol no ha bajado más de un dedo. Sin embargo grita, patalea, se ríe e invita a Aníbal a bailar. El pobre apenas puede seguirle el paso: mi amiga está hiperventilada, se mueve como un trompo, acapara las miradas atónitas de todos los clientes (después de todo, es un pub y la música no está muy fuerte).

—Vamos a bailar —dice Angie, después de que Aníbal se derrumba en su silla, agotado.

A nadie le parece mala idea. ¡Hace tanto tiempo que no bailo! Pero en cuanto me pongo de pie me acuerdo de mi muleta y que el médico me dijo que guardara reposo y que aún estoy con licencia y que cuando vuelva a la pega Angie ya no estará allí.

—Los acompaño, pero no puedo moverme mucho —digo por fin.

El resto del fin de semana estuve ayudando a Angie a buscar pega, investigamos sobre la posibilidad de que armara su propia microempresa de asesorías psicológicas y tuve que desempolvar muchas cosas que había aprendido en la universidad respecto a cómo construir una empresa.

Me bajó la nostalgia de todos esos sueños que tenía al salir de la U: yo iba a ser una emprendedora, iba a ser una líder, iba a hacer mi propia empresa, tendría ideas choras, impondría mi estilo... nada de eso pasó y me quedé marcando el paso en la misma empresa donde hice mi práctica. No me quejo, no gano mal ni nada, pero a veces me hubiera gustado saber qué habría pasado si me hubiese arriesgado más, si no hubiese pensado tanto en “nuestra familia” como le gustaba decir a Julián y un poco más en mí, en mis ambiciones.

Mañana se me vence la licencia y no tengo ganas de volver a trabajar...

martes, 22 de septiembre de 2009

El conflicto del “otro” fantasma

— Hay otro, ¿verdad?
— No, no hay otro. Sólo quiero estar sola.
— ¿Cómo se llama?
— Entiéndelo: no hay nadie más.
— ¿Te escucha más que yo, es mejor en la cama? Dímelo.
— No es eso... —suspiro con resignación— De acuerdo. Me ganaste: hay otro
— ¡Lo sabía!

Me pasó cuando terminé con Simón, pero no fue la única vez. Cuando es una la que termina con ellos, el hombre siempre está esperando descubrir al amante oculto, el “otro” misterioso que les está arrebatando su presa. Les resulta imposible creer que la mujer quiera terminar por otra razón.

¿Será que, por definición, las minas nunca podemos estar solas? Eso significaría que los hombres creen que nosotras tenemos por dogma “mejor mal acompañada que sola”. ¿En verdad somos tan masoquistas?

¿Será que, por su esencia “competitiva”, los hombres sólo pueden aceptar la derrota ante un oponente superior y no ante su propia mediocridad? Eso me parece razonable. El hombre suele tener un comportamiento de conquistador romano: “veni, vidi, vici”, y luego se duerme entre los laureles. Después le resulta imposible aceptar que su imperio se desmorona por la ineptitud de su gobierno, así es que debe echarle la culpa a las invasiones bárbaras. ¿En verdad son tan ingenuos?

Sea cual sea la razón, el hombre necesita que le justifiquemos con un “otro” el que terminemos una relación. Si no existe, ellos lo encontrarán: “me hablaba con demasiado cariño de ese amigo suyo”, “estoy seguro de que se quedaba más rato en la oficina para conversar con el fulano ese”, “siempre creí que era demasiado efusiva con su primo” y quizás cuánta boludez más. El resultado es que pronto el círculo de amistades anda recibiendo mil chismes, cada cual más ridículo o molesto, y una tiene que dar explicaciones a medio mundo.

Es por ello que en varias ocasiones he utilizado una técnica infalible: invento una nueva conquista. Es un ejercicio muy entretenido: le doy nombre, una historia, una situación romántica en la que nos conocimos y luego le digo al recién pateado qué tiene el nuevo que el viejo no tenía. Para no herir demasiado su ego, lo dejo recitar algunas de sus supuestas “virtudes” que el nuevo supuestamente no tiene, mientras mantengo un enigmático silencio. No sé si resulte todo el tiempo, pero por lo menos el truco ha sido salvador en algunas oportunidades.

Preferiría, eso sí, que las relaciones pudiesen terminar con sinceridad. ¿Por qué un simple “me cansé de esta relación” o “siento que lo nuestro no está funcionando” no basta? ¿Por qué debe existir algún elemento de teleserie (un amante, violencia de pareja...) para que se entienda el fin de una relación? Es lo mismo que cuando a uno le exigen justificar el porqué no queremos ir a un carrete: “me da lata” o “no quiero” no es una buena excusa. Hay que inventar un compromiso previo, una levantada temprano al día siguiente, porque o si no, no se perdona.

¿Por qué ocurrirá esto?

jueves, 17 de septiembre de 2009

Un beso de despedida (segunda parte)

-¿No te gusta como te acaricio?

-No es eso.

-¿Te molestan mis atenciones?

-Tampoco. Mira...

-¿Te molesta como te hago el amor?

-No, no es... Espera, sí: ese es uno de los problemas: “me haces” el amor. No “hacemos” el amor.

-¿Ah? ¿Quieres que sea más romántico? No hay problema: puedo ser más romántico si eso quieres.

-Córtala, Simón: no quiero nada de ti. La verdad es que ya no me importas. Quiero ser yo, quiero estar tranquila, quiero ser feliz, y lo cierto es que no te veo en mi felicidad.

-Ah, ¿entonces ya tienes planificado cómo vas a ser feliz? Eso es tan típico de las mujeres.

De pronto siento como si me hubiese topado de frente con la versión masculina de Andrea: un cavernícola convencido de estar luchando en la guerra de géneros y que, para triunfar, debe llevarse a la cama a la mayor cantidad posible de féminas. Acaricio mi celular, oculto en mi regazo, lista para hacer el discado rápido y convocar a mi caballero en armadura.

-Creo que por fin te estoy entendiendo, Simón. Crees que esto es una pelea, ¿verdad? Crees que hay una guerra de sexos y vas a usar todas tus estrategias para ganarla, ¿cierto? Me das pena, Simón, en serio. De tanto que buscas entender a “las mujeres” eres incapaz de conocer a LA mujer que tienes delante tuyo, que, a su manera, te quiso, y que, por un momento, se proyectó contigo.

No sé qué me pasa esta tarde, pero siento como si se hubiese abierto una puerta en mi cabeza y ahora entiendo todo con mucha facilidad. Ahora que lo estoy entendiendo, siento como si se hubiese roto en mil pedazos el halo de misterio que lo envolvía y que tanto me fascinaba antes. Ahora lo veo como lo que es: un niño inseguro, incapaz de despertar amor y que, para no sentirse solo, se dedica a coquetear con todas las mujeres que se le cruzan por el camino.

-Ese es el problema, ¿ves? Todas ustedes quieren proyectarse: son incapaces de vivir el momento. ¿Por qué no puedes simplemente disfrutar lo que estamos viviendo y olvidarte de lo que pase después?

-Es una pena que no lo entiendas -aprieto el botón: Óscar debe estar a recibiendo mi llamada-. Soy yo la que quiere vivir el momento, por eso te quiero lejos de mi vida. Tú, en cambio, estás pegado repitiendo el mismo esquema una y otra vez, como un ratón en un laberinto.

-Estás demasiado decidida, es obvio que hay otro. ¿Por qué inventas toda esta historia?

Suspiro con hastío. Óscar llega junto a la mesa, saludando nervioso. Aprovecho el instante de confusión para ponerme en pie, apoyándome en la muleta, y decir con un tono firme:

-De acuerdo, tienes razón. Hay otro hombre.

Óscar parece a punto de preguntar quién es cuando, sin advertencia, le doy un beso en la boca. Sus brazos están caídos, pero al segundo me abraza y responde a mis caricias.

-¿Vamos, mi amor? -le digo, tomada de su brazo.

-Por supuesto, querida -dice Óscar, burlón.

Dejo a Simón agarrado a la silla, con la mandíbula caída. Y después de despedirme con un gesto de la mano, no vuelvo la cabeza. Tengo un largo camino por delante y, por suerte, tengo grandes amigos que me apoyan para continuar.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Un beso de despedida (primera parte)

-¿Es en serio?

-Sí.

Simón se ríe y toma otro trago de cerveza. Preferí citarlo fuera de mi departamento, aunque tuviera que llegar con mi maldita muleta: no quiero darle la oportunidad de una reconciliación en mi cama (además, no sé si mi cuerpo podría soportarlo tampoco). Sin embargo, Óscar se negó a dejarme sola y se escondió a cierta distancia, en el local de al lado: si pasa algo, bastará con que le haga un ring con mi celular para que venga a rescatarme.

-¿Por qué? -en su voz se nota que se siente más dolido de lo que quiere demostrar con su rostro sonriente- ¿Hay otro? Dime la verdad: no me voy a enojar.

Ahora soy yo la que se ríe, casi con lástima.

-No Simón, no hay otro. Quiero estar sola.

-¿Por qué? Eso no puede ser.

-¿Ah sí?

-A las mujeres no les gusta estar solas, mucho menos después de haber terminado una relación larga.

De pronto se hace la luz en mi cabecita: por primera vez empiezo a entender a este hombre.

-Querido, creo que el que no puede estar solo eres tú. Yo me las apañé bastante bien después de divorciarme de Julián y no necesité otro clavo para hacerlo. Tú, en cambio, siempre estás tirando carnada en todas direcciones, por las dudas.

-A ver, ya te expliqué que no te he sido infiel desde que me tomé en serio lo nuestro...

-Te creo. En serio te creo. Pero estoy cansada de que... “lo nuestro” no tenga nombre, de que estés asegurándote por otros lados, como si te estuvieras preparando para cuando te aburras o te patee.

-¡Eso es algo tan típico de las mujeres! Es mi naturaleza ser coqueto, no puedes pedirme que sea alguien que no soy.

-¿Sabes qué? Tienes razón. No quiero que seas alguien que no eres. Por eso no quiero seguir contigo. Me... molesta como eres, no quiero alguien como tú a mi lado.

Súbitamente me siento bien conmigo misma. Me siento ligera, nueva, como si me hubiese desembarazado de un abrigo viejo, pesado y maloliente que me daba demasiado calor y no me dejaba disfrutar del día.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Conclusiones a destiempo

—Mi amor, te echaba tanto de menos...
—Córtala, Simón. Ya sé que estabas coqueteando con una enfermera.
—Pero, Anaís, ¿cómo puedes decir eso? —su cara de inocencia habría convencido al mismísimo Escrivá de Balaguer.
—Porque la enfermera bonita, esa de pelo oscuro, me dijo ayer: “Qué amable que es tu primo”. Yo le pregunté: “¿Qué primo?”. Y me dijo: “Ese alto, buenmozo, que siempre te trae rosas”.

Simón se ríe y se justifica diciendo que si no hubiese dicho que era mi primo no lo habrían dejado entrar. Yo prefiero quedarme callada y no seguir la discusión.

Ya han pasado cuatro días desde que me dieron de alta y todo lo que pasó desde el momento del accidente hasta que salí de la clínica se me agolpa en la mente como si me estuviera pasando ahora mismo. Las visitas melodramáticas de mi mamá, los hijos malcriados de mi hermano que por primera vez en mi vida me parecieron cariñosos, Julián y sus visitas flash, Simón llamando “suegrito” a mi papá, Simón y Julián discutiendo por mí como dos machitos adolescentes, Óscar, Andrea, Angie, Enzo y Aníbal haciendo un brindis con champaña en mi pieza de hospital, ignorando las reprobaciones de las enfermeras...

Pero lo que más recuerdo son las horas y horas de tedio absoluto. Leía y releía el diario, veía programas de animales en televisión y me acababa tan rápido los libros que me llevaban que pronto me quedaba en silencio, como tonta, mirando por la ventana.

Poco a poco pude reconstruir el accidente: fue, indirectamente, culpa de Simón. Llevaba varios días sin responder mis llamadas y justo ese lunes, después de la pega, conseguí comunicarme con él. Por estar peleando por teléfono no me fijé que, aunque el semáforo acababa de cambiar a verde, había un loco que venía rajado tratando de pasar con roja.

No me pegó de frente, por suerte. Pero me empujó y caí de cabeza a la vereda, según me contó Andrea. Y el muy hijo de puta se escapó.

Según Andrea, yo seguía consciente: me paré y todo. Consiguió un taxi y me llevó a la clínica, perdí el conocimiento y me atendieron súper rápido. Según el médico (que es amigo de mi papá), me salvé por un pelo.

A pesar de todo, no me puedo quejar de Simón: en cuanto se enteró de lo que había pasado, fue a la clínica, entre él y Andrea le avisaron a mi familia y amigos. Me fue a ver todos los días, me llevaba flores, me hizo todo tipo de mimos y atenciones, se conquistó a mi mamá y a todos mis amigos (hasta Óscar quedó, por un momento, fascinado con él) excepto a mi papá, que, aprovechando la confusión de visitas, me dijo al oído: “Es un cabro chico el tal Simón”.

Pero lejos, quien mejor se portó conmigo fue Óscar: se quedaba durante las noches, me llevó mis libros, me compraba el diario y, cuando me dieron de alta, se fue a quedar conmigo.

Bueno, hay que pensar también en que como todavía no tiene pega estable, no puede seguir arrendando y yo le ofrecí quedarse en mi casa. Pero me prepara la comida, asea el departamento, me hace la cama y me acompaña a mis horas con el kinesiólogo.

Y Simón insiste en seguirse apareciendo, como si tuviéramos algo formal. Y a mí me da cada vez más asco. De hecho, ya ni siquiera me gusta que me dé besos. Cuando se lo comento a Óscar, me dice, muy dulce:

—Mientras más te niegas, más caliente se pone el hueón. ¿Vas a hacer algo para cortarlo de una vez?
—No sé.
—¿De qué tienes miedo? —me pregunta mi amigo, mirándome a los ojos; yo no le respondo— ¿Es que acaso crees que nadie más te va a querer o que no hay hombres mejores que ese saco ‘e hueas?
—No es eso... Es que me sentiría malagradecida con todas las atenciones que...
—¿Te gusta? ¿En verdad lo quieres como pareja?

Por supuesto, Óscar sabe mi respuesta. Y también sabe que lo que tengo que hacer lo había decidido hace ya mucho tiempo, pero no me animaba a ejecutarlo: nuestro tiempo es demasiado incierto como para desperdiciarlo en una relación vacía.

martes, 8 de septiembre de 2009

Despertar

—Bip. Bip. Bip. Bip.

Escucho ese maldito pitito toda la noche. No me despierta, pero tampoco me deja dormir.

—Bip. Bip. Bip. Bip.

¿Alguien puede apagarlo, por favor? Quiero dormir.

—Hola Anaís. ¿Cómo te has sentido?
—Te echaba de menos, Any.
—Mijita, qué helada tiene las manos... ¿Puede abrigarla un poco más?
—Bip. Bip. Bip. Bip.

¿Mamá? ¿Óscar? ¿Pueden apagar esa mierdita que no me deja dormir tranquila?

Conversación. ¡Están conversando al lado mío! ¿Qué se creen? ¿Acaso no saben que tengo que levantarme temprano mañana?

—Apgrf.
—Dijo algo.
—¿Cómo?
—Movió los labios.
—Mrfknta
—Abre los ojos.
—¿Anaís?
—Drmir.
—¿Qué dices?
—Que me hejen gormir, cor la mierda...

Abro los ojos. Estoy mareada. Tengo la boca reseca. Ahora me doy cuenta del tubo que tengo metido en la garganta hacia adentro, que tengo puesto pañales, que tengo suero en el brazo y moretones. Hay una enfermera a mi lado, una muchacha amable que me pide que no me agite, que no me saque nada, ya que tienen que alimentarme. Óscar me está abrazando, llora en mi mejilla.

—¿Cor qué no tas hurmiendo? ¿Qué hora eh?

Óscar me mira, sonriendo. Le repito la pregunta. Se mira el reloj.

—Seis y media. De la mañana, preciosa.
—¿Qué hago aguí? —balbuceo.
—Te atropellaron. Hace una semana.

Sólo entonces me acuerdo. Un poco, a pedazos, como si hubiese sido un sueño. Me acuerdo que salí de la pega, que estaba con Andrea, era de noche. ¿O estaba saliendo del happy hour? No, no puede haber sido, porque era lunes. Algo pasó, porque no me acuerdo de nada más, salvo el frío del suelo, la lengua en la tierra, los gritos de Andrea.

Hasta que desperté, tres días después, en la cama de una clínica, con mi mejor amigo abrazándome.

—¡Anaís, por favor, no vuelvas a hacer eso nunca más!
—Canquilo, no yogueh... Me guhca ecar cor aquí. ¿Me cuegue hacar esta mieguita ‘e ‘a ‘oca? Cometo que me como coda ‘a comía...



 
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